miércoles, 18 de marzo de 2009

Principios y criterios del arte universal.



(Fragmento)
Ahora, si partimos de la idea de que el arte perfecto se reconoce sobre todo en tres criterios, a saber, nobleza del contenido —condición espiritual sin la que el arte no tiene ningún derecho a existir, después, exactitud del simbolismo, o al menos armonía de la composición cuando se trata de una obra profana , y, finalmente, pureza del estilo o elegancia de las líneas y los colores, podemos discernir con ayuda de tales criterios las cualidades y defectos de cualquier obra de arte, sea sagrada o no. Ni que decir tiene que una obra moderna muy bien puede poseer, como por casualidad, determinadas cualidades, pero no dejaría de ser erróneo el ver en ello la justificación de un arte desprovisto de principios positivos; las cualidades excepcionales de cierta obra están lejos, en cualquier caso, de caracterizar el arte de que se trata, sólo aparecen indirectamente y gracias al eclecticismo que permite la anarquía. La existencia de semejantes obras de arte prueba, no obstante, que en Occidente es concebible un arte profano legítimo, sin que haya que volver pura y simplemente a las miniaturas de la edad media o a la pintura campesina , pues la salud del alma y el tratamiento normal de los materiales garantizan siempre la rectitud de un arte sin pretensiones; la naturaleza de las cosas en el plano espiritual y psicológico por una parte y en. el material y técnico por otra exige que cada uno de los elementos constitutivos del arte reúna ciertas condiciones elementales, precisamente aquellas que encontramos en todo arte tradicional.


Es importante hacer notar aquí que uno de los grandes errores del arte moderno es la confusión de los materiales de arte: ya no se sabe distinguir los significados cósmicos de la piedra, el hiero y la madera, así como se ignoran las cualidades objetivas de las formas y los colores. La piedra tiene en común con el hierro el que es fría e implacable, mientras que la madera es cálida, viva y amable; pero la frialdad de la piedra es neutra e indiferente, es la de la eternidad, mientras que el hierro es hostil, agresivo y malo, lo cual permite comprender el sentido de la invasión del mundo por el hierro . Esta naturaleza pesada y solapada del hierro exige que en su utilización artesanal se lo trate con agilidad y fantasía como lo muestran los antiguos enrejados de iglesia, por ejemplo, que son como encajes; la maldad del hierro ha de ser neutralizada por la transparencia del tratamiento, lo cual no es en absoluto una violación de la naturaleza de dicho metal, sino, por el contrario, una legitimación y un aprovechamiento de sus cualidades, de su dureza, de su inflexibilidad; la naturaleza siniestra del hierro implica que éste no tiene ningún derecho a una manifestaci6n plena y directa, sino que ha de ser remachado o roto para poder expresar sus virtudes. Totalmente distinta es la naturaleza de la piedra, que en estado bruto tiene algo de sagrado. Por lo demás, este es también el caso de los metales nobles, éstos son como hierro transfigurado por la luz o el fuego cósmicos o por energías planetarias. Añadamos que el hormigón que, como el hierro, invade el mundo entero, es una especie de falsificación cuantitativa y vil de la piedra: el aspecto espiritual de eternidad se encuentra substituido aquí por una pesadez anónima y brutal; si bien la piedra es implacable como la muerte, el hormigón es brutal como un aplastamiento.

Antes de ir más lejos, nos gustaría insertar aquí la reflexión siguiente, que no carece de relación con la expansión del hierro y su tiranía: cabría asombrarse del apresuramiento con que los pueblos más artistas de Oriente adoptan las fealdades del mundo moderno; ahora bien, no hay que olvidar que, aparte toda cuestión de estética o espiritualidad, los pueblos han imitado siempre a los más fuertes: antes de tener la fuerza, se quiere tener la apariencia de ésta; las fealdades modernas se han convertido en sinónimo de poderío e independencia. La belleza artística es de esencia espiritual, mientras que la fuerza material es «mundana»; y como para el «mundano» dicha fuerza es sinónimo de inteligencia, la belleza de la tradición se ha convertido en sinónimo, no sólo de debili-dad, sino también de necedad, de ilusión, de ridículo; la vergüenza de la debilidad va acompañada casi siempre del odio de lo que se considera causa de esa aparente inferioridad, a saber, la tradición, la contemplación y la verdad. Si bien la mayoría —en cualquier capa social no tiene, por desgracia, el discernimiento suficiente para superar este lamentable error de óptica, se pueden advertir, no obstante, un poco en todas partes, algunas reacciones saludables.

Cuentan que Til Ulespiegle, contratado como pintor en la corte de un príncipe, pre-sentó a la concurrencia una tela vacía manifestando: «Quien no es hijo de padres decen-tes nada verá en esta tela.» Pues bien, ninguno de los señores reunidos quiso reconocer que no veía nada: cada cual hacía como que admiraba la tela vacía. Tiempo hubo en que esta historia podía pasar por broma; nadie se atrevía a prever que un día entraría en las costumbres del «mundo civilizado». En nuestros días, cualquiera puede mostrarnos cualquier cosa en nombre de «el arte por el arte», y si protestamos en nombre de la verdad y la inteligencia, se nos responde que no entendemos nada, como si tuviésemos una laguna misteriosa que nos impidiera comprender, no ya el arte chino o azteca, sino el mamarracho sin valor de un europeo que vive a nuestro lado. Según un abuso de lenguaje harto extendido en nuestros días, «comprender» quiere decir «aceptar»; rechazar es no comprender; como si nunca ocurriese que se rechace una cosa precisamente porque se la comprende, o por el contrario, que se la acepte porque no se la comprende.


Y esto nos permite poner de manifiesto un doble error fundamental sin el que las pretensiones de los supuestos artistas serían inconcebibles, a saber: que una originalidad contraria a las normas colectivas hereditarias sea psicológicamente posible fuera de los casos de alienación mental, y que un hombre pueda producir una verdadera obra de arte que no sea comprendida en grado alguno por numerosos hombres inteligentes y cultiva-dos que pertenecen a la misma civilización, la misma raza y la misma época que el su-puesto artista . En realidad, las premisas de tal originalidad o singularidad no existen en el alma humana normal, ni, con mayor razón, en la inteligencia pura; las singularidades modernas, lejos de derivar de algún «misterio» de creación artística, no son más que error filosófico y deformación mental.


Frithjof Schuon

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