martes, 26 de mayo de 2009

Cuarto de hotel.


I
A la luz cenicienta del recuerdo

que quiere redimir lo ya vivido

arde el ayer fantasma. ¿Yo soy ese

que baila al pie del árbol y delira

con nubes que son cuerpos que son olas,

con cuerpos que son nubes que son playas?

¿Soy el que toca el agua y canta el agua,
la nube y vuela, el árbol y echa hojas,
un cuerpo y se despierta y le contesta?

Arde el tiempo fantasma:

arde el ayer, el hoy se quema y el mañana.

Todo lo que soñé dura un minuto

y es un minuto todo lo vivido.

Pero no importan siglos o minutos:

también el tiempo de la estrella es tiempo,

gota de sangre o fuego: parpadeo.


II


Roza mi frente con sus manos frías

el río del pasado y sus memorias

huyen bajo mis párpados de piedra.
No se detiene nunca su carrera

y yo, desde mí mismo, lo despido.

¿Huye de mí el pasado?

¿Huyo con él y aquel que lo despide
es una sombra que me finge, hueca?

Quizá no es él quien huye: yo me alejo

y él no me sigue, ajeno, consumado.

Aquel que fui se queda en la ribera.

No me recuerda nunca ni me busca,

no me contempla ni despide:

contempla, busca a otro fugitivo.

Pero tampoco el otro lo recuerda.


III


No hay antes ni después. ¿Lo que viví
lo estoy viviendo todavía?

¡Lo que viví! ¿Fui acaso? Todo fluye:
lo que viví lo estoy muriendo todavía.
No tiene fin el tiempo: finge labios,

minutos, muerte, cielos, finge infiernos,

puertas que dan a nada y nadie cruza.
No hay fin, ni paraíso, ni domingo.

No nos espera Dios al fin de semana.
Duerme, no lo despiertan nuestros gritos.

Sólo el silencio lo despierta.
Cuando se calle todo y ya no canten

la sangre, los relojes, las estrellas,

Dios abrirá los ojos
y al reino de su nada volveremos.

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Octavio Paz.

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